Cuando era niña, nunca conocí el circo, lo veía por televisión y me imaginaba un mundo de cosas mágicas y fantásticas pero nunca fuí. tuve que esperar a que mi hija tuviera la menos cuatro años para llevarla al circo, recuerdo que ese día mi corazón latía tan fuerte que senti que se saldría por la boca, haciendo fila para entrar me sentía tan impaciente, casi no podía esperar a que empezara la función, mi estomago dolía y me sentía mareada por la ansiedad.Creo que lleve a mi hija a ese circo mas por mi que por ella, finalmente ya iniciada la función me perdí en un divagar de la mente, me preguntaba que clase de personas se escondías detrás de sus máscaras de fantasía, y vestidos brillantes, me preguntaba que emociones les invadía el espiritu, me preguntaba cual sería el motor que movía esa pasión con la que seentregaban a sus riesgosas piruetas y también me preguntaba si detrás de sus mascaras eran personas felices y conocían el amor verdadero.esa fue la única vez que fui a un circo, fue una experiencia inigualable que quisiera repetir, hoy mi hija es toda una mujer casi mayor de edad y creo que ni siquiera recuerda ese día, ella acompañada de algunos familiares visitó el circo en varias oportunidades, pero yo no olvidare jamás esa sensación de mi primera y única vez.hoy pensando el ello, sé que todos tenemos algo de cirqueros, llevamos una máscara adherida a nuestros rostros y que nos quitamos de vez en cuando para pararnos frente a el espejo de nuestra alma y revisamos nuestras prioridades pero no tardamos mucho en colocarla de nuevo, la hemos llevado puesta durante tanto tiempo que ya no podemos prescindir de ella, pues al hacerlo estaríamos con el rostro y el alma desnuda.
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