A los amores prohibidos, a los no convencionales, a los amores que se vuelven murmullos entre los que se creen perfectos... a los amores que no conocen fronteras, a los que se les opone el mundo y a los que no admiten un no por respuesta...
A todos ellos les invito a explorar los rincones de mi baúl...

23 ago 2007

Frente a mi espejo

El espejo era un adminículo más para maquillarme, como la sombra, el rimmel o el labial. Pero hoy me fijé en mis ojos. Me miré como cuando uno mira a los ojos de otra persona, poniendo en esta mirada el alma y estableciéndose con "esa otra" una conversación profunda sin necesidad de palabras. Hoy, sin saber por qué, me he mirado así. He establecido conmigo misma un diálogo hondo que me ha llegado con cierto escalofrío, a la misma conciencia.
Al verme objetivada en el espejo, me he descubierto una entre las otras, tan digna de ser apreciada, amada, como hay que hacerlo con el prójimo. Me he descubierto menesterosa de mi atención. Y yo me he sentido culpable de olvidarme de ésa que tenía enfrente, de someterla sin piedad, no sólo a los otros, sino, con mayor frecuencia aún, a mis ambiciones. He marginado, casi siempre, a ese ser con mi mismo nombre y apellidos que este amanecer tenía bien enfocado por la luz del baño.
He descubierto, de repente, que también tengo deberes para esa persona -que soy yo misma- tan pisoteada por mis urgentes e importantes quehaceres… Que esa mujer cansada y algo melancólica tiene derechos que reclamarme: cuidados, descanso, sosiego, comprensión, afecto…
Parecía que, muda, me lo imploraba mansamente como un perro maltratado. He descubierto, sí, que yo era soberbia, y he sentido remordimientos de haber tratado con altanería a ese "yo-otro" reflejado en el espejo, que ha sido muy sumisa. Ha despertado en mí todo un sector ético que mantenía penumbroso en el closet. He sido demasiado Señora de mí misma, y ello es peligroso; nos hace proclives a acabar siendo, además, señoras de los otros. No. Hay que ser servidores, por aprecio, de los demás, y también, ¿por qué no?, de uno mismo, ya que soy tan débil como la muchedumbre.
En el Viejo Testamento se nos decía que había que amar a los demás como a uno mismo. En el Nuevo se colige una revolución copernicana de esa medida del amor: que uno se debe amar a sí mismo en la misma medida -ni más ni menos- que uno ame a los demás. Porque se es, humildemente, uno como los otros.
Solamente sintiéndome amada por ellos y por mí misma, es como podré ser límpido hontanar de vida, dispuesta a darse sin medida incluso a los que no nos aman, ni siquiera se aman a si mismos. El ser humano necesita esencialmente de los otros seres humanos; si no ama a los demás, mal podrá llegar a ser un especímen en plenitud. Pero, si a la vez uno no se ama con dignidad, ¿qué podrá dar a los otros sino un ser ultrajado por uno mismo? ¿Qué testimonio, qué garantía de respeto, libertad, comprensión y cuido?
¡Pobre yo de mi espejo, qué poco me he preocupado de tí! Me lo han dicho tus ojos esta mañana con una sola mirada, larga, sin apenas reproche, pero más certeramente expresiva que todas las palabras.


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